El espacio intermedio

Estamos en un período de tránsito en el que somos invitados a hacer desde la esencia del ser

Davinia Lacht

Pasar más de un año en un monasterio fue como introducirme en una especie de invernadero que facilitaba las condiciones perfectas para crecer. Me permitió profundizar en una de las fuerzas que mueve el universo: la de interiorizar, la de volver a casa, la de ser. La naturaleza, la vida en oración y en comunidad y el servicio invitaban a esa conexión. Esos meses me impulsaron a soltar, a desprenderme de todo aquello con lo que me había identificado con el paso del tiempo y a permitirme ser con plenitud. Fue una invitación a conocerme a mí misma y a conocer la esencia que radica en nuestro interior y que trasciende espacio y tiempo. Esa esencia que poco tiene que ver con las formas exteriores: rasgos físicos, trabajo, edad, estado social y todo lo demás.

Si bien estar allí supuso una enorme liberación de las cargas de la vida normal, surgía una pregunta: ¿y después, qué? ¿Cómo se relaciona más de un año de retiro con una vida fuera de ese contexto tan específico? El plantón no puede permanecer eternamente en el semillero: hay que trasplantarlo, darle el pequeño empujón para que extienda raíces más fuertes y brote camino del cielo. Tal vez la vida sea más cómoda en el semillero, pero las posibilidades de crecimiento podrían ser limitadas; y quizás sea en la relación con el mundo que el plantón puede conocerse a sí mismo. Eso sí, tampoco hace falta trasplantarlo entre plantas espinosas.

Sentía que la experiencia en el monasterio era el preludio de una vida con unas bases renovadas. Sabía que no me iba a quedar allí para siempre, que se trataba de una circunstancia temporal y que habría que reformular aquello que había considerado mi vida hasta entonces. Había dejado todo atrás y tocaba volver haciendo frente a una realidad que parecía tan igual y que, en mi interior, era tan diferente.

Después de un año centrada en la unión con la esencia interior (a la cual podríamos dar mil nombres diferentes, si bien ninguno es esa esencia en sí misma) y sumergida en un océano de paz y dulzura, ¿tocaba volver y perderme en el mundo de la forma una vez más? ¿O existiría la manera de fundir ambos mundos? ¿Existiría la forma de vivir en un punto intermedio en que uno no se confunde con la forma ni tampoco se aleja de ella? ¿Encontraría la manera de vivir en este mundo sin perderme en él?

Las sensaciones interiores apuntan a que vivir en ese espacio intermedio es cada vez más posible para todos y que casi, casi, es un deber de las generaciones actuales. Estamos en un período de tránsito en el que somos invitados a hacer desde un punto diferente: desde la esencia del ser. Hacer deja de ser un fin en sí mismo, ya no nace de la necesidad derivada del miedo ni de una insatisfacción constante que busca la felicidad en su siguiente acto. Va quedando relegado el hacer compulsivo y surge, como de la nada, un hacer originado en la certeza de no ser necesario y en la alegría de cocrear, de participar en el mundo, de canalizar esa energía interior que nos invita a salir y expandirnos; pero, ahora, desde la conciencia, desde la quietud interior que emerge entre movimientos, entre palabras, entre miradas. Es ahí donde ambos mundos se encuentran: en el punto de perfecto equilibrio entre el ser y el hacer.

Tal vez en el pasado solo se tenía permiso para acceder al pozo interior retirándose uno a un monasterio, pues el ritmo de la forma no daba cabida a un ápice de verdad. Quizás sea para ti también retirarte durante un tiempo, quién sabe si para siempre; aunque es probable que la mayoría seamos llamados a participar del conjunto. Ahora estamos siendo invitados a crear una nueva sociedad en la que toda acción tiene un poso de divinidad. Toda acción puede ser una bendición en sí misma cuando se impregna de la presencia absoluta que se equipara al silencio interior. Ahora, sí. Ahora, tenemos la opción de espiritualizar todos nuestros quehaceres y que no haya que elegir entre la forma y aquello que la trasciende. Pero cuidado, cuidado con que la no necesidad de retirarse del mundo te haga justificar todos tus actos. Cuidado y permanece alerta, atento, consciente de que nada es tan grave y de que todo rezuma la grandeza de los cielos.

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Pregúntate, ¿qué sientes en estos momentos? Olvidando quién has sido, olvidando la imagen de ti que proyectas para el futuro; es decir, dejando de lado todo aquello que, en última instancia, no existe. ¿Cómo quieres participar de la vida en estos instantes?

En mi caso, al poco de volver del monasterio sentía que quería abrir nuevas líneas de expresión más allá de la escritura: quería dibujar, pintar; quería abrir el oído musical; y, obedeciendo a esas llamadas, he empezado a sumergirme tanto en las artes plásticas como en la música. Así, ha comenzado a abrirse esa vía de creación que nace de la unión absoluta con lo que uno es. Una parte en mí goza sin límites participando en la creación que no es ajena al silencio meditativo. Por otro lado, el propio acto creativo se ha ido extendiendo hasta mostrarme que la creatividad abarca toda actividad humana: decorar el hogar, desarrollar un nuevo negocio, cocinar… Y, así, la vida se va convirtiendo en toda una obra de arte: partimos del lienzo en blanco y tenemos en nuestras manos todos los utensilios necesarios para crear desde la alegría, desde la valentía de quien se sabe partícipe del juego de la creación.

Y tú, ¿te unes al juego de la Vida?

“Lecciones del monasterio”, el nuevo libro de Davinia Lacht, ya está disponible. Infórmate en davinialacht.com



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